Trabajo práctico Nº 5
La peste.
• El año pasado hemos pasado por una situación de alerta sanitario. Tuvimos que convivir con una “peste” – la gripe porcina – que nos ha dejado muchas enseñanzas. La idea de este trabajo práctico es poder pensar desde una perspectiva de los derechos humanos lo ocurrido y para eso nos vamos a valer de la obra de Albert Camus. Por ende, les voy a pedir que lean la obra literaria (se puede bajar de Internet) y articulen lo expresado ahí con lo ocurrido en nuestro país.
• Por último dejo un artículo aparecido en “La nación” que señala la articulación pretendida por esta cátedra.
1. Según Albert Camus; gracias a las plagas uno aprende algo. ¿Qué aprendió ud gracias a la epidemia de la gripe A?
2. En la ciudad donde transcurre “la peste” se cierran las puertas para evitar que se propague la epidemia. Existieron hechos que ud ha vivido que los podría comparar con esta medida extrema. La pregunta es específica y no tiene que ver con el cierre de escuelas o aeropuertos sino con cambios ocurridos en su lugar de trabajo.
3. Lateralmente en la obra aparece la medicación como salvadora y como elemento que se contrapone al discurso religioso. ¿Qué papel jugaron los laboratorios durante el periodo de la gripe porcina en Argentina?
En torno a Albert Camus, La Peste y la gripe A
"Las primeras muertes por la epidemia llenaron los espíritus de signos desconcertantes; la sorpresa de los primeros días se transformó poco a poco en angustia, miedo y finalmente en pánico. Nadie había pensado nunca que algo así nos pudiera suceder."
Albert Camus (1913 – 1960) recibió “por su importante producción literaria que ilumina con clarividente seriedad los problemas de la conciencia humana de nuestro tiempo” el Premio Nobel de Literatura 1957; publicó en 1947 “La peste”. “La peste”, supone un cierto cambio en el pensamiento de Camus, abraza la idea de la solidaridad y la capacidad de resistencia humana frente a la tragedia de vivir que se impone a la noción del absurdo; esta novela es a la vez una obra realista y alegórica, una reconstrucción mítica de los sentimientos del hombre europeo de la posguerra, de sus terrores más agobiantes.
En “La peste” la epidemia se genera en la ciudad argelina de Orán tan tranquila antes de esto y ahora trastornada en pocos días; da lo mismo que sea en cualquier parte. Desde los primeros casos de enfermedad denunciados y más aún con los primeros casos de muerte por la enfermedad, se incrustaba en el imaginario popular toda clase de informaciones y sentimientos que, al principio, nadie hacía caso pero, a poco andar, las cosas y los casos llegaron más lejos de lo previsible mientras que los medios de comunicación se encargaban de amplificar la realidad con comentarios de todo tipo. Se daba cuenta del fenómeno de la peste, cuya amplitud no se podía precisar y cuyo origen, aunque conocido, no podía ser combatido ni prevenido pero que tenía, trágicamente, contenidos amenazadores.
La ansiedad y hasta el pánico comenzó a llegar a las ciudades y los pueblos y por supuesto llegaba a su colmo en la ciudad. Se pedían medidas radicales, se acusaba a las autoridades de indolencia, de falta de preparación para estas cuestiones, de ocultamiento de información, de no poseer remedios efectivos, de no tener vacunas por otra parte inexistentes…
La realidad mostró, a poco andar, la fragilidad del ser humano y la muerte como certeza y destino ineluctable para todos y cada uno de nosotros.
Las primeras muertes por la epidemia llenaron los espíritus de signos desconcertantes; la sorpresa de los primeros días se transformó poco a poco en angustia, miedo y finalmente en pánico. Nadie había pensado nunca que algo así nos pudiera suceder.
La crónica, como de costumbre, atareada en comentarios variopintos sobre politiquería intrascendente, asesinatos, amoríos y vida y milagros de bellas mujeres sobreexpuestas sustituyó sus rutinas y se ocupó por entero y durante mucho tiempo, de hacer campaña sanitaria una vez que se percataron del peligro o que recibieran la orden precisa de hablar del tema.
El tiempo vital comenzó a estropearse para todos y vivimos por bastante tiempo una situación de autoencierro y aislamiento forzoso tal como en las épocas de las grandes y célebres pestes medioevales de la vieja Europa.
Se preguntaban los doctores y les preguntaban a los doctores si la cosa era seria y siempre, no por obstinación sino por desconocimiento, contestaban que no se sabía mucho del tema y que sin duda el tiempo diría la última palabra.
La gente colmaba los hospitales y los hospitales no podían recibir y asistir a todos por eso se decidió aceptar a los confirmados de la peste y rechazar a los sospechosos; muchos enfermos murieron en sus casas, lugar ideal para este trance.
Algunos comenzaron a hacer la suma de los casos; la suma resultó preocupante y provocó consternación; en pocos días los enfermos se multiplicaron y los muertos también así, entonces, estuvimos seguros de que se trataba de una verdadera epidemia.
Murieron cerca de cien millones de personas en la treintena de pestes que la historia ha conocido en Europa y de peste parecida a la actual por el año 1918. Entre nosotros, una mañana lluviosa y destemplada de 1956, comenzaron a llegar a los hospitales niños afectados de parálisis infantil, o mejor dicho, de poliomielitis anterior aguda o Enfermedad de Heine-Médin. Cada tres o cuatro años aparecía la epidemia.
La de 1943 fue tremenda, y la de 1956 peor todavía. Había pulmotores o respiradores mecánicos hasta en los pasillos de las salas de los hospitales y no alcanzaban para todos. El ruido de esos cilindros presurizados era ensordecedor y era trágico ver a los pobres niños metidos en esos armatostes. Los padres y los médicos estaban desesperados porque era poco lo que se podía hacer; la gente lavaba y lavaba las veredas de las ciudades con una bolsita colgada del cuello conteniendo alcanfor para ahuyentar los virus sin que faltaran medallas protectoras, amuletos y profecías. Algunos invocaban a la Enfermera Elizabeth Kenny de Estados Unidos de Norteamérica para que enseñara a rehabilitar a centenares de niños argentinos sobrevivientes pero tullidos, doloridos e impedidos de moverse.
Se suponía que en nuestro mundo occidental desarrollado era imposible una reaparición trasnochada de una epidemia de cualquier causa sin recordar que hace muy poco nos apabulló el cólera, el dengue y nos acompaña imperturbable el Chagas (la enfermedad de Chagas causada por el protozoo Trypanosoma cruzi es endémica en América Latina con 15 millones de infectados, 50.000 nuevos casos anuales y alrededor de 14.000 muertes por año. El Chagas es una enfermedad socio-económica que afecta a poblaciones de escasos recursos y con viviendas precarias) y otras cosas más…; redescubrimos que había mucha gente con hambre y que los desnutridos, resuelta y definitivamente indefensos ante la infección por carecer de inmunidades, caerían sin pasar por el cedazo en el pozo de la muerte.
Casi todos nosotros somos descreídos de las plagas y las pestes. Difícilmente creemos en ellas hasta que se nos caen sobre la cabeza, “ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y, no obstante, peste y guerras toman siempre desprevenida a la gente”. “La calamidad no está hecha a medida del hombre, por tanto, se concluye que la calamidad es irreal; es una pesadilla que va a pasar”.
Nosotros creemos y pensamos que no nos pueden caer calamidades porque somos poco modestos, ignoramos casi todo, confundimos opiniones con argumentos y llenamos permanentemente nuestros vacíos haciendo negocios, preparando y haciendo viajes y creyendo en el progreso continuo de la humanidad; en cualquier momento, aún tomando precauciones, la peste suprimirá nuestra libertad y cancelará nuestro porvenir.
Otra cuestión, no menor, era saber qué medidas convenía tomar ante la epidemia y, como corresponde, se aceleró el trámite para constituir comisiones sanitarias de expertos que, como siempre, muchas veces no coincidían y no lograban unificar el discurso que la gente necesitaba escuchar.
La cuestión era saber si se trataba de una epidemia o no aunque la gran mamá de la OMS ya se había expresado afirmativamente en ese sentido; por otra parte, era políticamente incorrecto escandalizar, dudar, sobresaltarse, entregarse al pánico porque, al fin de cuentas, se trataba de … una simple fiebre con complicaciones.
Mientras tanto que la peste avanzaba, los pocos laboratorios capacitados y tecnificados para hacer buenos diagnósticos se abarrotaron de muestras para análisis cuyos resultados tardaron en llegar pero, además, algunos sabíamos que no modificarían el acontecer clínico natural de la enfermedad pero permitirían discutir y comparar resultados estadísticos. A la velocidad en que se propaga la enfermedad, si no es detenida o se agota en sí mismo el brote epidémico, alcanza para enfermar y matar a mucha gente y poco importará cómo se llame científicamente y que clase de guarismos acumulen las estadísticas.
Si esta peste o epidemia no cesaba por sí misma, habría que aplicar las medidas rigurosas de profilaxis conocidas y previstas pero también habría que reconocer oficialmente que se trata de una epidemia y esto no es para nada simpático para los funcionarios de turno.
Los primeros días arreciaron informaciones y consejos y se tomaron medidas sanitarias poco draconianas para no inquietar a la opinión pública.
Las medidas preventivas que se tomaron fueron prudentes y comprensibles y se supuso que serían suficientes para impedir la extensión de la epidemia; los administradores del país de abnegada dedicación al tema, como era de esperar, pidieron la colaboración y el esfuerzo personal a toda la comunidad comprometida con la epidemia por su propio miedo que se dedicó a extremar la limpieza y la higiene casi en forma fóbica y a concurrir a los servicios sanitarios ante una simple y transitoria carraspera agotando prontamente la capacidad de respuesta de los servicios y las reservas de alcohol y barbijos; el barbijo no servía para nada pero daba confianza y tranquilizaba al que lo usaba y a los demás; por otra parte todas estas cosas eran inútiles ante los virus que atraviesan sin atasco las barreras más sofisticadas y se instalan como huéspedes inoportunos y letales en los seres menos pensados. Todas las cosas, los objetos, las personas, las habitaciones… fueron sometidas a desinfección obligatoria.
Las personas por lo demás sociables, afectuosas y deseosas de proximidad debieron separarse evitando los contactos, tan necesitados de calor humano como estamos. Los miembros de una misma familia debían aislarse los unos de los otros porque alguien podía estar contaminado y no saberlo. Sentíamos que estábamos a merced de la enfermedad.
Los restaurantes, los cafés, los cines y teatros, las escuelas, el Congreso nacional, las legislaturas provinciales, las universidades, los shopping, los supermercados…fueron cerrados o restringido su acceso por un tiempo desesperando a los comerciantes por la ruinosa merma de su rentabilidad.
Cada vez que pensábamos en la epidemia nos costaba mucho admitir que teníamos miedo y aceptar que ante los primeros muertos se acabaría el mundo.
Para la mayoría de nosotros, si enfermábamos, no nos quedaría otra alternativa que concurrir al hospital o a la salita donde se asisten los pobres y ya es sabido que allí hay que esperar largas horas para que hagan experimentos con uno, te den algún medicamento que suele no alcanzar para un tratamiento completo para, al fin de cuentas, morirse igual y de cualquier manera y sanseacabó.
El país entero estuvo acordonado sanitariamente por orden de la administración pública aconsejada por los expertos. Pese a todo, los comunicados oficiales se mantuvieron optimistas todo el tiempo; sin confesarlo, sabíamos que las medidas que se habían impuesto no alcanzarían para vencer la epidemia; seguramente la peste cesaría por sí misma con el paso del tiempo; las barreras estaban puestas, a partir de ahí, había que cruzarse de brazos y esperar.
En pocos días se llenaron las salas de los hospitales, las terapias intensivas, la salas de espera de guardias de emergencia y consultorios; los remedios no del todo eficaces fueron comprados a granel por el estado y distribuidos a lo largo y ancho de nuestro extenso país. Nuestra gente comenzó a caminar sigilosamente por las calles, abatidos y silenciosos.
La enfermedad debía ser denunciada obligatoriamente y los enfermos aislados de inmediato; las personas cercanas a los enfermos fueron sometidos a cuarentenas de seguridad para tratar de evitar que enfermasen o que contagiaran a su vez. La peste, nuestra epidemia, se convirtió poco a poco en asunto de todos; estábamos atrapados en la misma red e impedidos preventivamente de reunirnos y hasta comunicarnos en forma personal y directa.
La plaga, la peste, la epidemia, la enfermedad atravesaba el tiempo que transcurría inexorablemente sembrando dolor y muerte, tanto que todo esto ya se había convertido en una rutina; ya nadie creía en un fin rápido de la epidemia y hasta nuestros temores nos parecían infundados; la peste había suprimido los juicios de valor y se aceptaba todo como viniera, en bloque.
La invasión brutal de la epidemia nos igualó a todos y nos solidarizó aún sin quererlo; en las disposiciones sanitarias no había lugar para negociar, obtener favores y privilegios, solicitar medidas de excepción.
Hace tiempo que nos habíamos acostumbrado a tener una vida activa más hacia fuera; la epidemia nos dejó casi ociosos, reducidos a dar vueltas restringidas entre nuestro trabajo y nuestras casas, presos de nuestros miedos y atrapados por nuestros recuerdos y nostalgias de los buenos tiempos; teníamos la condición de prisioneros reducidos a nuestro pasado ya que el futuro era incierto o inalcanzable; era un verdadero exilio interno, prisioneros y desterrados en nuestra propia patria con una memoria llena de añoranzas que ya no servían para nada.
Podíamos entender con muchas dificultades lo que nos estaba sucediendo; el espectro de nuestros miedos oscilaba entre nuestras preocupaciones personales, la postergación de la concreción de nuestros intereses, el sentimiento de que nuestros hábitos y rutinas estaban desbaratados; nos invadía el nerviosismo y la irritación y, por sobre todo, tardamos mucho en aceptar la enfermedad; como de costumbre, externalizamos la culpa achacándole todo a “este país” y a sus gobernantes. La opinión pública se hizo cargo de la verdad a medida que el número de muertos aumentaba. Nos recomendaban suprimir o acotar al máximo las pompas fúnebres, los velatorios y enterrar a los muertos presurosamente y a cajón cerrado; rapidez, eficiencia y mínimo de riesgo era la consigna.
Transcurridos días y semanas, estábamos como embotados, atónitos y por momentos como despertando de un sueño; perplejos y no bien despiertos decíamos al unísono ya es tiempo de que se acabe esto. La idea popular de que el alcohol mata todo tipo de bacterias y virus y nos preserva de las enfermedades infecciosas se fortificó en la opinión de la mayoría que se quedaron con todo el alcohol disponible en pocas horas pagando por él precios siderales sin dudar en momento alguno.
La mayor parte de nuestra gente que es creyente, tiene fe, es religiosa y practica su religión invadió las iglesias y los templos. No sabemos con certeza si toda nuestra gente, la que se derramaba dentro y fuera de los templos, en su inconsciente recordaba el texto bíblico del Exodo referente a la peste en Egipto: “La primera vez que esta plaga apareció en la historia fue para castigar a los enemigos de Dios. Faraón se opone a los designios eternos y la peste le hace caer de rodillas. Desde el principio de la historia la plaga de Dios pone a sus pies a los orgullosos y a los ciegos. Meditad en esto y arrodillaos” o era tal el tamaño de la culpa acumulada por casi todos que había que expulsarla o conculcarla por ruegos y súplicas reclamando el perdón; finalmente, era de esperar que la misericordia divina acabara con la peste.
Nunca quedará claro que efectos reales produjeron en las personas y en el agostamiento de la epidemia las medidas sanitarias, los medicamentos, el tiempo transcurrido, las súplicas escuchadas por Dios…o será que nuestros conciudadanos comenzaron a hacerse cargo de verdad de la situación que nos involucraba a todos sin excepción y empezaron a cuidarse ellos y solidariamente a los demás. A partir de esto último la atmósfera de nuestro espacio social se modificó favorablemente un poco.
Semanas tras semanas estuvimos mirando obstinadamente los noticieros de la televisión y los periódicos, escuchando los informativos radiales, semblanteando las caras de las pocas personas que andaban por las calles; teníamos la esperanza de encontrar señales del fin próximo de la enfermedad.
Nos cayó la epidemia en tiempos de frío invernal, en junio, julio y agosto y como suele suceder especialmente en el norte argentino, el tiempo enloquecido nos hacía tiritar, otras veces estallaba el cielo en lluvias heladas, o en vientos huracanados, secos, calientes y llenos de polvo que se nos caían encima después de haberse secado y embravecido lo suficiente al deslizarse por la cordillera de los Andes. No sólo teníamos que protegernos de la epidemia sino también del clima. Cada uno de nosotros sabía que el frío favorecía la epidemia y que el calor tardaría en llegar. La epidemia que nos acosaba era más difícil de soportar que un buen temblor de tierra del que teníamos sobradas experiencias; una buena sacudida por un ratito y se acabó…se cuentan los vivos, los muertos y las casas destrozadas; a otra cosa y volvemos a empezar.
Esta epidemia fue la ruina del turismo en el que teníamos puestas nuestras esperanzas para revitalizar el alicaído comercio y la venta de servicios en un contexto socioeconómico actual tremendamente negativo para la mayoría de nuestro pueblo. La pasión por vivir siempre está en el centro de las grandes calamidades aunque pareciera, viendo los resultados y los desastres de esta epidemia, que el orden del mundo está regido por la muerte y que las pretendidas victorias sobre ella son siempre provisionales e ilusorias.
La red de ayuda solidaria se fue organizando poco a poco; todos sabíamos que era lo único posible y que no podíamos contar por mucho tiempo con el auxilio basado en el deber y en el trabajo de unos pocos. Todos y cada uno debíamos luchar contra la enfermedad y la epidemia.
La peste había concitado y coagulado nuestros destinos individuales en una historia colectiva pese a que se encarnizaba especialmente sobre todos aquellos que vivían en grupos, en conglomerados urbanos que la epidemia, ignorante de la estratificación social, no distinguía entre periféricos y marginales o del centro y acomodados. No fue necesario asimilar el estado de peste al estado de sitio, aunque quedó claro que se aplicarían medidas correctivas si había incumplimientos de las recomendaciones o desbordes.
Pensábamos que esto de la epidemia no acabaría nunca y que aún habría más víctimas. “La peste no olvidaba a nadie por mucho tiempo…no cesó de avanzar con su paso paciente y entrecortado”. Hace tanto tiempo que dura esta epidemia que uno siente ganas de abandonarse, de no cuidarse más; cada vez era mayor el esfuerzo por ser aparentemente normal y responsable.
La enfermedad comenzó un brusco retroceso; las estadísticas comenzaron a bajar; una esperanza se abría y llegamos a creer que un futuro mejor nos esperaba. Por espíritu de prudencia, todos aprobamos la necesidad y la conveniencia de prolongar las medidas de profilaxis, los cuidados y la vigilancia. La liberación de la peste se aproximaba; en el aire de las calles se mezclaba las risas de los sobrevivientes con las lágrimas de los enlutados. “Todo cuanto un hombre podía ganar en el juego de la peste y de la vida era el conocimiento y la memoria”. La peste nos enseñó que no se puede vivir sólo con lo que uno sabe y recuerda privados de lo que se espera; nos dimos cuenta que una vida plena debe estar llena de ilusiones y esperanzas.
El tiempo del sufrimiento y de la angustiosa expectativa llegaba a su fin con la desaparición de la epidemia y comenzaba el tiempo del olvido…
“Pero ¿qué quiere decir la peste? Es la vida nada más”.
Fuente: “La peste” de Albert Camus; Obras completas; Editorial Aguilar, México; 1959. Paráfrasis de la novela homónima con algunos encomillados de la obra original. Narración ambientada en la Argentina del año 2009.
* Leonardo Strejilevich es médico, especialista en neurogerontología – neurogeriatría, Master en Gerontología Social, Universidad Autónoma de Madrid
Fuente: El Intransigente
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